Cine peronista, el agua de la misericordia

¿Es posible pensar en la existencia de un cine peronista? Al intentar contrastar esta hipótesis en la experiencia, resuena fuertemente el agua como elemento esencial en la ontología de este partido político. Hay algo del goce peronista que está íntimamente ligado al río, las fuentes, los balnearios, las piletas, la lluvia, el sudor. La imagen icónica de los trabajadores y las trabajadoras mojando sus pies en la fuente de Plaza de Mayo, el título de una película emblemática de Hugo del Carril –Las aguas bajan turbias –, la escena amorosa de unión sexual y concepción de un hijo en Nazareno Cruz y el lobo son solo algunos ejemplos.

Por VICTORIA LENCINA

La abundancia de las aguas es la que fertiliza los campos, la que sostiene y guía a las embarcaciones a buen puerto y, desde un punto de vista energético, es la que purifica, es el lugar donde hombres y mujeres pueden refrescarse y saciar su sed. Las aguas dan vida y nutren a la humanidad, pero todo curso de agua también impone un límite definitorio: lo puro y lo impuro, la vida y la muerte, lo citadino y lo marginal. El agua, en el cine peronista de Hugo del Carril y Leonardo Favio, tiene una cualidad bautismal.

Hugo del Carril y Adriana Benetti en «Las aguas bajan turbias» (Hugo del Carril, 1952)

La filmografía de Hugo del Carril está teñida por una militancia intachable y mística. El director buscaba poner en el centro del relato historias realistas, naturalistas, pero con cierta dosis de romanticismo e idealismo. El lugar de enunciación desde el cual se narran las historias es el del trabajador, el del oprimido, el del Pueblo. El drama de los mensúes en los yerbatales misioneros –Las aguas bajan turbias (1952)-, las desventuras ocasionadas por la sequía en un pueblo del Chaco –Las tierras blancas (1959)-, la lucha salarial de los trabajadores algodoneros –Esta tierra es mía (1961)-, son solo algunos ejemplos en los que del Carril ofrece una mirada brutal sobre la explotación laboral, buscando impartir justicia social.

El caso de Las aguas bajan turbias es peculiar. El río deviene personaje que, si en un principio pareciera amenazar por su potencial incontrolable y dominante, luego se comprobará que la única opresión ejercida no será la de la naturaleza, sino la del hombre sobre el hombre. Los látigos del patrón hostigando los cuerpos torcidos, arqueados, lastimosos de los mensúes. El agua del río en su omnipresencia acompañará a los más vulnerables en sus reclamos, en sus jornadas laborales extensas, en cada bolsa de yerba cargada sobre la espalda, en cada violación a sus derechos -incluido un abuso sexual cometido por uno de los patrones-.

Esta tierra es mía (Hugo del Carril, 1961)

En estas películas, la presencia del agua no busca tanto corregir conductas deshonrosas, de purificar la corrupción, el mal o embellecer los cuerpos de la periferia, haciendo que “el negro sea más blanco”; por el contrario, el agua adopta una cualidad de custodia, de protección, de fiel compañera que sostiene y guía, que cura epidérmicamente las heridas de los oprimidos ocasionadas por los sistemas de explotación y barbarie. Es un agua misericordiosa.

Si pensamos en la filmografía de Leonardo Favio, el agua es un emblema fundacional, un curso que cambia la existencia e implica un rito de pasaje. En Nazareno Cruz y el lobo (1975), el protagonista se caracteriza por su otredad –es un monstruo por partida doble: un lobizón que asesina gente y un campesino–, su anomia –carencia de reglas y de moral – y su apatía –desinterés por el progreso material–. Estos atributos son rasgos latentes de amenaza y desestabilización del esquema normativo y valorativo del statu quo. Los sectores aburguesados del pueblo se sienten perturbados por la presencia de Nazareno y querrán condenarlo a muerte.

Nazareno, trabajador del campo y de monstruosidad lincántropa, se enamora de la hija de uno de los poderosos del pueblo. El momento en que Nazareno y Griselda sellan su amor y procrean a su hijo, está acompañado por un estallido pasional de las olas del mar contra una formación rocosa. Los cuerpos de los enamorados son bautizados por ese agua imponente, mientras una mujer acaricia sus rostros anunciando que todo estará bien. Resulta interesante que tanto en Hugo del Carril y en Favio haya un componente fantástico, no sólo por apelar a mitos o cuentos populares -el lobizón o los relatos sobre los mensúes-, sino por la presencia determinante del agua. La puesta en serie de estos relatos logran una analogía con la figura del trabajador.

Generalmente, las representaciones del trabajo que propició el peronismo suelen asociarlo a un tiempo de felicidad, de unión, de disfrute, de estar todos juntos, agrupados, en un tiempo de regocijo. Casi es una propuesta política por garantizar un goce y un horizonte moralizador en el trabajo, y no una mera actividad productiva de esfuerzo, sacrificio y dolor. Es de suma importancia analizar ese tiempo de ocio de los trabajadores reposando sus pies sobre la cristalina agua de la fuente en Plaza de Mayo, el tiempo de recreación de Nazareno y Griselda sobre las rocas del mar, el tiempo de des-alienación de los mensúes que luego de rebelarse a sus patrones, deponen el machete y se embarcan en una humilde balsa por el cauce desconocido del río. Aparece un tiempo del trabajo donde el agua como espacio provoca el encuentro vital entre generaciones y entre otros trabajadores, sin distinciones, sin etiquetas, sin nominalismos y sin prejuicios.

Juan José Camero y Marina Magali en Nazareno Cruz y el Lobo (Leonardo Favio, 1975)

El cuerpo del campesino dignificado por el agua del río o del mar. En Soñar, soñar (1976) sucede algo semejante, Carlos Monzón interpreta a un joven de campo que decide mudarse a la ciudad para ser artista, pasa su último día en el pueblo bajo una lluvia torrencial casi a modo de buen augurio. El agua que desecha estigmas sociales, borrando cualquier ápice condenatorio que asocie al trabajador -representado en su tiempo de ocio- con el de un «vago» que en nada cree y nada hace para el progreso social. La militancia y el compromiso social son evidentes en estos directores. Quizás pequen de idealistas por algún que otro final utópico, más lo que perdura es la cálida representación de la clase popular, su identidad, sus proyectos, sus luchas y sus hallazgos.

El agua, en la ontología del peronismo, tiene incluso la vitalidad de la memoria. El agua sostiene, recuerda y acobija en sus cauces la identidad popular, liberándola de todo prejuicio condenatorio, como bien lo demostraron Hugo y Leonardo.

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